
Por Carlos Moreno Azqueta, Expedicionario
Han pasado varios meses desde la ruta, y varias semanas desde que se empezaron a recoger reflexiones post-ruta. No sé cuándo ni cómo decidí que escribiría la mía, pero la cuestión es que estoy aquí, empuñando el lápiz, y habrá que decir algo.
En la ruta he descubierto que puedo dormir cuatro horas diarias, caminar mochila al hombro día tras día, comer la mitad de lo que comería normalmente (admito que soy algo glotón) y salir vivo de tan traumática experiencia.
Alguien me dijo al inicio de la ruta que no rechazase el día 1 aquello que aceptaría el día 10 y por lo que pagaría el día 20. Siguiendo escrupulosamente esa filosofía, y asumiendo las nuevas condiciones materiales a las que me veía expuesto, mis calcetines blancos siguen siendo negros, y me uní en armonía con personas que olían tan mal como yo. Aprendí a ducharme con ropa para ahorrar tiempo (aunque no lo parezca puede ser muy práctico) y a calcular cuán aceptable podía ser el nivel de suciedad; Antes de subir al Olimpo alguien me dijo que la mugre abrigaba, y guardo esa frase en el corazón.
Solía estar tan cansado que podía echar una cabezadita en pleno huracán, o tan hambriento que la hierba del camino sería un manjar. Mis exigencias higiénicas respecto a los aseos se desmoronaron conforme desaparecía la civilización (pues sigo considerando que ninguna nación civilizada puede usar letrinas) y yo empezaba a soñar con cuestas y monitores metiéndonos prisa. De modo que conforme se hacía más y más patente que había cometido un terrible error al apuntarme a la ruta, más feliz me sentía.
La ruta es un inmenso amplificador de emociones. Las risas retumban con el latir desbocado de nuestros corazones, y nuestras sonrisas bailan al compás de una canción. Cantamos emocionados e incansables, cediendo alegremente el poco aliento que nos queda a la poesía colectiva. Las miradas se buscan y se encuentran, se tocan y se besan, se recuerdan y se apagan. Sentimos sin freno y sin culpa siendo partes de una locura colectiva, una complicidad compartida que nos une los unos a los otros. Vivimos sin tapujos ni vergüenzas, riendo demasiado fuerte, gritando demasiado alto. Nos reunimos en un exceso casi insultante, un abuso obsesivo de emociones y sensaciones, un consumo insaciable de vidas y sentimientos. Bailamos alrededor de un fuego que no se apaga, que calienta las noches más frías e inspira las historias más bellas, pero que quema y deja cicatriz. Queremos volar con las estrellas, subir al pico más alto y atravesar la más angosta ruta, pero queremos hacerlo juntos. Queremos abrazarnos y no soltarnos nunca, fundir nuestros cuerpos en la eternidad de un instante, y que quede en el aire el aroma de una sonrisa y el sabor de una mirada. Vivir tan fuerte que duela, amar y que nos quede marca.
La ruta me ha hecho aprender, llorar, sentir y vivir. Me ha hecho conocer a quienes nunca olvidaré.
Y me ha hecho volver a escribir.