He tenido el honor de contemplar miradas perdidas, ante las que pasaban centenares de recuerdos, que ya nunca serán revividos, pues uno de sus protagonistas ya se ha ido. Al sacarlo a fuera, he visto como estas flores nacientes en una noche que ha perdido sus estrellas más queridas, han vuelto a levantar su mirada. He contemplado sus renovadas pétalos, que emanaban la luz de las estrellas que ya no están en el cielo, sino que ahora se custodian en sus corazones.
He visto máscaras resquebrajándose, que se sostenían con los pinchos internos bañados en carmesí. Máscaras cuyo crujido era un grito sincero, que buscaba sinceridad, la verdad que se oculta y se maquilla, porque posibilita comprender plenamente la luz de cada persona, de cada estrella. Aunque la verdad duele, más duele revelar el dolor. Sin embargo, la sinceridad que clama una respuesta solo escucha un silencio, un silencio de incomprensión. Entonces, llega la frustración, pues la incomodidad no alcanza a reanimar a la humanidad aletargada, que sigue prefiriendo una cómoda mentira maquillada cada día de verdad. Y buscan que su silencio que su silencio se extienda al gritar sincera, pues cada palabra de dolor, cada lágrima que resbala por las mejillas que antes no sonreían, cada pupila penetrante buscan un rostro y no un consejo, ni una frase bonita, sino, simplemente, una compañía, una experiencia compartida. Y buscan volver a la monotonía del silencio en el que vuelvan a caer en la sombra el dolor, la alegría ausente y la soledad presente. Esta es la verdadera razón por la que se evita a los mendigos o los pobres, no por su mayor delincuencia o su olor pútrido, pues son excusas elegantes, pero irreales. Es decir, la verdadera razón es que su pobreza externa recuerda la pobreza interna que contenemos, nos vemos tan extraordinariamente identificados que preferimos aislarlos en el olvido, rodeándolas con el dolor, la alegría ausente y la soledad presente, que con ellos compartimos.
También pude escuchar malas decisiones, como el árbol que crece siguiendo el halo luminoso de las luciérnagas, que se venden como soles, como seres celestes, pero inevitablemente mortales. Dejándolo crecer en la más profunda oscuridad cuando las luciérnagas mueren, mientras se retuerce por la enfermiza y caduca caduca luz, que creía estrella. En un desesperado intento de escapar de la tortura de su vida, siempre en crecimiento, siempre retorciéndose, siempre sufriendo, aprendió a morir para volver a nacer. De esta forma, concentró todo lo que le quedaba de vida, cada hoja se secó, toda raíz se consumió, para formar una semilla. Cuando la última rama se marchitó, empujó con su último aliento de vida a la nueva semilla, que fue recogida y balanceada por el viento hasta que germinó. Pero esta vez, ya sabía qué era el Sol, la única forma de crecer con recta perfección.
Después pude contemplar la renovada aura de una mirada, que tiempo atrás estaba apagada. Nada le llegaba, ni aprecio, ni palabras. Era como un árbol seco, que podría ser frondosamente primaveral, pero se le ha privado del agua, de la amorosa y cristalina fuente de la vida. Sus raíces no caminaban aferrándose y adentrándose entre las piedras, no había ninguna razón para luchar. Las hojas nunca se renovaban en primavera, pues prefiere no destacar, mantenerse al margen, para no sufrir, renunciando a gozar, impidiendo la palabra hiriente, pero también el piropo sincero. Tampoco florecía, pues no se creía digno de dejar su legado al mundo, no lo despreciaba, simplemente, aceptaba el lugar que se le había otorgado. Sin embargo, un día un pájaro, que le llevaba varias primaveras observando, se posó en el seco árbol y construyó su nido. El ave, plenamente consciente del peligro, se mantuvo firme e inamovible durante el gélido invierno en su árbol seco, porque vio en él algo había en los otros. Al fin, llegó la primavera y, junto con los primeros trinos de los pájaros recién nacidos, brotó la primera hoja, espléndidamente verde por contraste con el moribundo árbol. Con cada nuevo amanecer primaveral, germinaba una hoja más intensamente verde que la anterior, pues contenía más vida. Así se sucedieron la primavera y el verano, hasta que volvió el invierno. Sin embargo, el invierno fue distinto, pues el follaje resguardó los gorgojos del ave que había confiado en el árbol, antes seco y hoy de abundante hoja perenne. Esos cantos en invierno, aunque no brotó ninguna hoja nueva, a cada nota se enraizó más en la tierra, esquivando las piedras, pues ya tenía un ritmo al que luchar, un latido al que ir al compás. Así se sucedieron varios años, creciendo en su vital frondosidad y aumentando sus razones y raíces que le anclan a la tierra. Hasta que un año, cuando ninguna otra ave dudaba de la magnificencia de este árbol, aunque la savia vegetal aún circulaba con duda por las fibras del tronco cada vez más alto, finalmente, floreció. Se vio suficientemente digno como para dejar un legado al mundo que lo había despreciado y ahora lo admiraba. Los frutos que generaron eran celestialmente azules, pues casi rozaban sus hojas las estrellas y hablaba con las auroras del alba y los arreboles del atardecer como ningún otro árbol lo había hecho. En contraste, las semillas eran rojas carmesí, sangrantemente bellos, fraguadas y forjadas desde la propia experiencia vital dolorosa y solitaria de aquellos inviernos eternos, aunque luciera el sol. Aquella primera ave, ese pájaro, ahora con plumas canosamente blancas, tomó una semilla y abandonó a la bandada de cientos de aves, que habitaban en el árbol antes seco. Se fue en un ocaso de verano, entonando un último trino, mientras sostenía en su pico una esperanza engendrada. Este último concierto alentó al árbol antes seco a estar más vivo, a seguir creciendo, a continuar viajando hasta alcanzar el firmamento. De esta forma, se erigió la gran secuoya que a todos los árboles del bosque y a todos los animales acoge entre sus raíces o bajo sus hojas. Por una mirada distinta, que buceó y halló una belleza peculiar, distinta de la madre. Así, es como una persona que todos antes despreciaba y apartaban de sus vidas por sus rarezas, hoy es admirado por las mismas, pero maduramente florecidas.
Más tarde, pude contemplar una mirada francesa liberada de todo miedo, pero no siempre fue así. Hubo una época en la que calaveras fantasmagóricas le hacían palidecer con los traqueteos de sus carcajadas de sus mandíbulas desencajadas. Le acechaban en los aromas de cada comida, privándole del alimento al cerrar su estómago acongojado. Y aunque cerrara los ojos, le perseguían hasta sus oníricos mundos, donde estaba seguro y donde ahora no quería visitar, desgastándose cada día más por la falta de energía. En medio de esta fatigosa ansiedad, empezó a viajar encontrándose a sí mismo. Cuando volvieron las calaveras gigantes y flotando en sus propias macabras carcajadas, se plantó ante ellas, no vaciló. A cada segundo crecían ante él hasta la enormidad, pero no se movió. Y cuando se esperaba la colisión fatal, la ponzoñosa mordida letal, se desvanecieron, mostrando el humo que eran y siempre fueron. Su fuerza fantasmagórica la succionaban, la robaban. Así que cuando toda esta energía volvió a su dueño, la empleó para mover sus labios y dibujar la misma sonrisa que hoy estoy contemplando.
Por último, vi una mano ensalzando un cincel que ya no trabajaba solitariamente, que se daba segundas oportunidades y pulía sus errores, pero no siempre fue así. Buceando en las estrías del cincel pude ver los primeros intentos de construirse a sí mismo. Todos frustrados, todos iracundamente destrozados a martillazos. No toleraba muescas, aristas imperfectas, ni ningún tipo de fallo.Todo debía ser perfecto al primer cincelazo. Un modelo tan impuesto como inventado, tan asfixiante como imposible. Los trabajos siempre fueron empezados, pero nunca fueron terminados, siempre escombros rotos por la desesperanza y la frustración crecientemente acumulada. Hasta que un día levantó la mirada y viajó por las historias de las montañas, las más perfectas esculturas. Pude observar con atenta mirada que el viento no golpeada, sino que acariciaba, puliendo suavemente, invitando a amoldarse. Así aprendió que toda arista irregular, fruto de su propia debilidad, no debía ser destruida, sino pulida y ,a veces, incluso en compañía. Ahora, este cincel muestra y revela sobre la piedra lo que es y la pule, para alcanzar quien quiere llegar a ser.