
Por Sabela, expedicionaria.
Pongámonos en situación. Vuelven a repetirnos que escribamos reflexiones sobre la ruta, que abramos los corazoncitos al mundo entero y expongamos a los desconocidos lo fantástica y genial que ha sido la experiencia religiosa de sentir que resucito si me voy al desierto con cincuenta desconocidos en un viaje de casi dos meses.
Pero a mí eso no me gusta. Que me lean cuatro nostálgicos y mi madre, cuando vea que sale mi foto en su muro de Facebook, eso no me gusta, pienso yo. Pero la verdad es que hoy, por ser cuando es, y por ser un amasijo de nervios, lloreras y mocos, me apetece compartir contigo que quedó del viaje en mí. Contigo que sabes de lo que hablo y entiendes lo que te digo.
De España poco me llevo. Los primeros días, las escenitas en Andalucía, el desmayo que auguraba el inicio de una preciosa y fantástica tempestad, y la catedral de Sevilla: lo más mejor que ha creado la humanidad en el mundo mundial por los siglos de los siglos, y amén.
A las petardas, el escaquearme del coro y el único, genial e infructuoso taller de filosofía (la vida contemplativa, problemática, desarrollo histórico y práctica). Pero esto no son cosas mías. Esto lo hicieron posible cuarenta y nueve personitas, más nueve que cuarenta; que para bien o para mal marcaron el viaje, ayudándome a irme de manera dramática de los sitios, ayudándome a darme cuenta de lo fácil que es perder una pierna y acabar tu vida con una pata de palo; discutiendo sobre quién es, y quién no, una persona y dándome mil y una razones por las que soy deleznable; poniéndome flores en el pelo y haciéndome sonreír llevándome a tomar mojitos en momentos prohibidos. Estas personas se vienen conmigo, pero ellas son ellas, y esta es mi reflexión. Y lo que me queda del viaje, lo que está conmigo aun ahora, después de casi tres meses, es otra cosa.
Samira es lo que se vino conmigo de marruecos. El nombre que me pusieron los niños en Meknés; el nombre que me puso la niña de la terraza del hotel, con la que jugué cuando no pude subir al monte a romperme las rodillas y quedarme sin aliento; el nombre que me pusieron las enfermeras cuando me vieron llorar asustada una noche, rodeada de desconocidos que se caían a trozos y mascullaban cosas ininteligibles, de gente que no hablaba mi idioma y, sobre todo, de gente que no quería hablar conmigo.
Samira significa paciencia, me dijeron, así que relájate y duerme, mañana todo irá mejor. Samira significa compañera en la charla del atardecer, me dijo internet.
Samira significa una Sabela en el hospital, una Sabela que preocupó a todos y que no podía con su alma. Una Sabela pálida y cansada, pero que siguió adelante. Samira es la que me recuerda la importancia de haber estado allí con gente, la que me llama la atención sobre lo oscuras que son las noches a solas, y lo preciosas que son las estrellas si las miras con alguien.
Samira es una chica que me gusta. Es una yo que siguió adelante apoyada en el grupo, la que se dejó ayudar y la que ahora recuerda a Berta, pasando mil y una noches conmigo en el hospital, viéndome dormir (y comer), la que recuerda a Fernando, y su cara de preocupación en la furgoneta que se creía ambulancia. La que se acuerda de Pilar, y de la furgoneta de cinco con espacio para once, y de los paseos en taxi, olvidándose del rencor y los enfados. Ella es la que escribe esto por Elena, por Edu y por Mohamed, y por dejar claro que los médicos en Tetuán son más guapos y amables. La que se acuerda de los qué tal, guapa, de Guillermo, y de los ánimos de mis cincuenta compañeros. La que sonríe al recordar la cara de preocupación de Flor del Campo y aparecer arropada en su saco; al recordar las canciones de Carmen y sus juegos tontos que me ayudaron a cruzar el desierto por la noche, a los que me llevaron la mochila y me empujaron a seguir adelante para cruzarlo por el día…
Es Samira la que se vino conmigo y la que me enseñó que, aunque la dinámica de grupo sigue siendo una mierda por mucho que se rían algunos de la autogestión, las personas que lo conforman son las que te salvan de caerte al vacío y volver en un viaje precipitado a las faldas de mamá.
Es esta nueva parte de mí la que apareció en Marruecos, la que se deja ayudar y busca la ayuda, la que sabe que si pudo hacer este viaje es por vosotras, vuestros besos, abrazos y palabras de ánimo, y la que cambió mi forma de enfrentarme al mundo.
Es mi nuevo yo marroquí quien escribe esta parrafada para hacerle saber al mundo que os está infinitamente agradecida. Para hacerle saber al mundo que os echo de menos.