El viaje se inició con el relámpago de frío que entró por la sala de aduanas del aeropuerto de La Paz, 7:15 a.m.
En el avión viajaron unos 30 ruteros, 2 monitores y 2 de la organización. Había un revuelo y un olor a trementina que parecía salir de los pastilleros, los medicamentos contra el mal de altura que algunos (otros no) habían decidido tomarse religiosamente. Todos somnolientos. Sobre todo los de organización por haber maldormido en el avión y por tener esa parte de nosotros que sabía que esto no serían vacaciones.
¿Cómo están?
Me acerqué a los tres monitores: Bárbara, Guille y Ana (que apareció después). Se alegraron de saber que no era sólo una alimaña (nótese el cariño) sino que alguna vez había formado parte de esa locura.
Vamos, tenemos que asegurar el bus que nos lleva a La Paz. Estuvimos un rato centraos en los expedicionarios, dejándoles sacar dinero y pensando en cómo cumplir el horario. Lo peor es que algunos (entre los que me incluyo) no veíamos como un reflejo en ellos, sólo que más viejos y con el resquemor de cuál era la parte de nosotros que había envejecido: porque como fuera el amor a la aventura, estábamos jodidos.
Los buses del aeropuerto de La Paz (así como los de La Paz) eran como furgonetas que funcionaban de taxis. Hicieron falta tres para llevarnos a todos los del avión. La bajada, pese a hacerse con furgonetas maltrechas por carreteras sin cunetas, fue espectacular. Ya habíamos visto desde el avión los azulejos infinitos que componían la enorme ciudad de La Paz, y no podíamos entender la cosmogonía de la Tierra, los sonidos de los taladros en una ciudad siempre en obras parecen sacarle las cosquillas a la Pachamama.
Al final llegamos en tropel al centro Scout. Conocer en persona a la gente de organización con la que sólo había hablado, pero sobre todo la camadería porque sabíamos que estábamos en el viaje juntos. Ser el mismo alma desvencijada y cargada de simbolismo que el que se planteó por primera vez el Proyecto Ruta Inti.
Yo seguía con el dolor de cabeza (no con el mal de soroche), así que fuimos todos los de la organización (menos los de intendencia que estaban comprando material para preparar comida) a tomar café y hablar del itinerario. Lo curioso es que, hasta ese punto, parecía que nos conocíamos de toda la vida. No sólo eran las 26 horas de vuelo, sino la sensación de estar todos en el mismo ajo.
Cuando acabó la reunión me fui con Irene (mentora del grupo 2) a comprar una tarjea SIM para podernos comunicar con nuestros departamentos. Me estuvo contando su vida mientras pasábamos por la Plaza corriendo hacia el obelisco (estaba a reventar porque Evo Morales inauguró un teleférico).
Me contó que era musicóloga, música teórica pero no intérprete, como la gente se confundía que era. Ella era feliz entendiendo la música. Ahora es profesora de secundaria y, aunque nació en Palencia seguía teniendo muchos años a cuestas de haber trabajado en Cádiz (Cai, cai, cai). De tez morena y gafas, sabía al mismo tiempo mostrar amabilidad en sus charlas como encontrar la manera de que se portasen mejor.
Cuando llegamos, la tienda de la SIM estaba cerrada. Nos volvimos al campamento y nos pusimos a hacer de comer con intendencia. De casualidad me corté y me tuvieron que dar tres puntos en el dedo gordo el médico de la expedición. Me dolió, pero pude servir la cena y comer con el resto de gente.
Sólo cuando terminé de lavar mi plato me di cuenta de lo cansado que estaba. Muchas horas sin dormir y el mal humor del cansancio.
Mañana será otro día en la ciudad de La Paz. Misma parte, otros rumbos y ni un momento que se pudiera desaprovechar.