
Por Jaume Pastor Barquero (expedicionario)
Nos bajamos del lomo metálico con la jovialidad habitual y algunos como yo calmamos el ansia del felino con una fruta como la nectarina que tenía en mi bolsillo y había aplastado, manchando algo el interior. Antes de entrar en Mauthausen nos dieron unos ligeros trazos del horrendo y desgarrador cuadro que nosotros debíamos completar con nuestros propios ojos. Los datos de realidad abrumadora y desbordante te empujaban hacia la historia cruel y oscura de la misma corrupción humana que hoy se expresa bajo otras formas, máscaras, pero son en esencia la misma atrocidad: el desprecio de la persona humana, su vida y dignidad. Caminé sobre la madera crujiente de los barracones donde se hacinaban los cuerpos escuálidos, esqueléticamente débiles de las víctimas de la opresión nazi. También caminé sobre el cemento y granito de los baños donde la privacidad o intimidad no era concebible, y vi la brutalidad de los empujones y golpes por conseguir entrar en contacto los ojos mancillados, sucios, cansados con agua limpia o, al menos, menos sucia que su deplorable estado. Durante la visita empezó a llover, a caer lágrimas del cielo siempre insuficientes al haber tanto, tantos por los que llorar. Salí de los barracones, la residencia del dolor, la amargura y pena compartidas, para ir a las duchas de agua y gas, al crematorio, a la residencia, el cuarto privado de la señora muerte. Allí, la privacidad también era una ilusión, no hay nada sobre lo que apoyarse, solo duchas, solo eficiencia inhumana. En las paredes no había marcas de uñas, desgarrados latigazos de vida, sino que había notas de las familias intentando dejar un recuerdo latente y eterno de esa persona que no está ya. El crematorio, por su parte, estaba mucho más oxidado que las duchas, mucho más en contacto con la muerte. Salí a fuera con una grieta en el corazón por la cual me empecé a calar de todo ese dolor silenciado por el tiempo. Me dirigí al final del campo de concentración, donde estaba originalmente la enfermería y ahora se alzaban cruces sobre las fosas comunes. Tras un muro contiguo había lápidas personales y sobre una de ellas había piedras como muestra de dolor, compasión y unión. Cuando llegué ahí supe que era el lugar y empecé a buscar en mi mochila dentro del diario hasta hallar el poema transcrito que compuse en la conferencia sobre el genocidio gitano. Intentando cumplir los deseos de Aldo Rivera, el ponente, recité para mis adentros, donde escuchan con más facilidad los que están más allá, el poema lentamente.
“Superviviente”
Soy la voz que grita
por los que gritaron
y nadie oyó,
nadie quiso escuchar
y todos quieren olvidar.
Soy la voz, una única voz
que se alza solitaria
intentando encontrar
esos fragmentos que se llevaron
los que ya no están.
Soy la voz que sufrió
Una mirada de odio,
Una mirada que no es mirada,
Una mirada vacía de amor
Y rebosante de una explosión,
De gas, un humo tan negro
Que las personas se desdibujan y animalidad,
Que las personas no son personas,
Son objetos, juguetes de la ideología
Que solo quiere sepultar
Su propia miseria, su propia oscuridad
Con una luz ardiente al prender la llama
Que están fácil de hacer arder:
¿Ves a ese inmigrante?¡ Eres mejor que él!
Soy una voz que clama
Envuelta en el desierto
Por la arena del recuerdo.
Soy la voz que clama
Por un mañana en paz
Rescatando y abrazando
El sufrimiento que tengo
Y comparto con los nuevos astros,
Con las nuevas estrellas
Que seréis la luz de nuestro mundo
Pues para aprender a vivir
Hay que saber sufrir
con caridad y dignidad,
Sin ningún imperativo
De querer aplastar,
De señalar a alguien a quien culpar.
Tras ello, le prendí fuego bajo la lluvia con ayuda de mi compañero Pablo Pellicer. Aunque la humedad del papel y del ambiente impidió que las palabras ascendieran al cielo y luego llovieran siendo partícipes de esas infinitas lágrimas que se merecen los que entraron y nunca salieron. Finalmente, dejamos que las propias lágrimas deshicieran y desgajaran las letras, llegando de forma más directa a la tierra donde descansan sus cuerpos o, al menos, algo que sostiene su recuerdo. Al ir fuera de la antigua enfermería y actual cementerio ya no había en mí ceguera alguna, ningún mecanismo psicológico de defensa había quedado en pie, pues al pasear bajo las gotas caídas desde los ojos de los ángeles no podía evitar ver a los batallones extremadamente delgados cuyas facciones y miradas desesperadas intentaban aguantar firme y estoicamente en formación por miedo a la opresión y represalia al mostrar la más que evidente debilidad física y espiritual. Cruzaba entre ellos viendo sus harapos mugrientos y pegados a su esqueleto por la humedad condensada y precipitada mientras intentaba no apartar la mirada, intentando no olvidar, pretendiéndome calar con su recuerdo. A la salida de los dos portones de madera a la izquierda, se alza imponente una estatua de un hombre a medio esculpir en un bloque, un macizo y opaco bloque de olvido que debemos de seguir esculpiendo para no olvidar, aunque el precio sea cargar cada uno con un pedacito de esta atrocidad manteniéndola viva y apresada en nuestro recuerdo. Porque si dejamos de cargarlo, si permitimos olvidarlo, volverá de forma certera, implacable y arrolladora contra las víctimas del sistema de odio justificado por el mismo ser humano plenamente corrompido que nacerá y brotará como fruto de nuestro descuido y olvido de la historia dolorosa que llevamos recorrida.
Por último, antes de dirigirme al caballo mecanizado que nos carga en su lomo y donde plasmaré cada una de estas sensaciones y recuerdos, me situé delante del preso 6047, que tenía la mirada anclada en el cielo y ambas manos abiertas en oración para recibir la misericordia divina. Uniéndome a él alzo la mirada a su mirada y empiezo a rezar al Dios que conozco y trato con la esperanza de que calme el sufrimiento de aquel y todos los que sufrieron aquel tormento. Pues Dios vive simultáneamente todos los momentos, para lo cual rezar hoy por el ayer es igual de efectivo que rezar por el mañana, aunque a los ojos de nuestra experiencia vital sea un indudable sin sentido. Tras rezar me retiré caminando lentamente y reflexivo, intentando aprender a vivir con el peso que me llevo para jamás dejar de abrazarlo aun con sus espinas, de recordarlos, aun con pesadillas.