
Por María Hita, expedicionaria.
Pasa que llega la noche y, entonces, cuando casi todos duermen y unos pocos afortunados sueñan, te paras a pensar. De repente, te das cuenta de que, así como por arte de magia, ha llegado el ecuador de la ruta y mañana a estas horas estarás subido en un avión rumbo a Atenas.
Y, entonces, intentas adivinar qué te va a traer consigo esta nueva etapa del viaje para acabar dándote cuenta de que tienes grandes expectativas al respecto y eres incapaz de reducirlas (en parte debido a la emoción de pisar otro país y en parte porque todas las que tenías para la parte española se han visto superadas con mucho éxito). En poco más de un día vas a estar viviendo otra cultura, otra forma de pensar y otras costumbres, y te imaginas lo enriquecedor que esto puede llegar a ser si lo aprovechas y lo mucho que puede llegar a cambiar tu forma de ver las cosas teniendo en cuenta que ya han conseguido hacerlo en parte las pequeñas costumbres de los que ya son algo más que tus compañeros de camino. Dentro de apenas unas horas vas a descubrir nuevos paisajes que probablemente nunca hayas visto y vas a enamorarte de nuevo de un lugar que quedará marcado en tu memoria.
Pasados unos pocos talleres estarás viviendo la realidad griega de la que tanto has oído hablar en tan poco tiempo y podrás valorar por ti mismo la situación mientras pones tu pequeño granito de arena en la historia. Dentro de un breve periodo de tiempo vas a tener que aprender el lenguaje de los sentidos para poder comunicarte con personas que ni siquiera van a hablar tu mismo idioma y sabes que vas a crecer como ser humano.
Dentro de dos amaneceres vas a ver el sol salir por las calles de Grecia y no de España, pero ahora que ya están todos dormidos y el cansancio te cierra los ojos decides irte a dormir deseando que llegue mañana para estar así un poquito más cerca de llegar a Atenas. Porque, como alguien dijo alguna vez y ahora todos repetimos, lo mejor siempre está por llegar.