
Caminante no hay camino. Por Javier Terrero.
La arena araña los rostros de los expedicionarios que, como siendo conscientes de dejar su huella, posan fuertemente sus pies, una y otra vez, en el sendero que conduce al pico más alto del Magreb.
Hoy es un día importante para todos aquellos que, a lo largo de este mes, han descubierto un mundo nuevo. A tan solo días del término de esta aventura, la expedición se enfrenta al más duro de sus desafíos.
Mulas cargando con fardos y alimentos se cruzan en nuestro inicial ascenso. El camino se encrudece. Hace frío, el sol todavía no ilumina las cumbres que, como acuarelas difuminadas, se distinguen en la bruma matutina.
La expedición realiza su primer alto en el camino. Una pequeña aldea aparece a lo lejos: Sidi Chamharouch, reconocido santuario del Islam. Algunas pozas naturales rodean las casas de piedra. Enfermos de cuerpo y espíritu, vencidos por el tiempo o por la vida, descansan allí al abrigo del Atlas con la esperanza de que su beneficioso clima y la dulzura del sol aceleren su recuperación. Una mezquita precaria, con un minarete bajo y defectuoso, preside la diminuta aldea.
La marcha prosigue en ascenso. Caminamos por el valle rodeados de montañas que superan la barrera de los 3500 metros. Pasado el mediodía, tras cuatro horas de fatigoso camino, se divisa un refugio incrustado en el verde de una pradera.
Los expedicionarios han logrado su objetivo. Se intuye el sendero que conduce hasta la cima del Toubkal. Una gran khaima se prepara para la comida. Se procede al montaje de campamento.
Se concede tiempo de descanso para el día de mañana, en principio la jornada más dura de toda la expedición. Algunos ruteros exploran los alrededores. Varias fuentes naturales aparecen entre las rocas. Otros, menos intrépidos, o quizás más afectados por el mal de altura, duermen una placentera siesta. Al caer la tarde, la mayoría termina por visitar los refugios de piedra cercanos.
La noche desciende sobre la enorme cordillera. Las montañas se apagan una tras otra, como si fuesen llamas que el viento deshace. Se cena al calor de una estufa en el interior de la khaima. Un grupo de expedicionarios despliega allí mismo sus esterillas para dormir. El resto pernocta en la explanada rocosa . Solo queda el angustioso frío filtrándose en las tiendas. Bueno, el frío y el sonido de la noche en la montaña. Los expedicionarios se rinden al mayor de sus aliados, el sueño. El silencio disfrazado de naturaleza inunda el valle.
One comment
Ana Berbel
12 agosto 2014 at 21:39
Gracias a lo escrito me permito cerrar los ojos e intentar visualizar y sentir lo que vosotros sentís y veis. Un fuerte abrazo y mil gracias por compartirlo.
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