
La realidad asombrosa. Por Javier Terrero.
A este cronista cansado, quiero que le disculpen, tan solo por hoy, ser breve, que no impreciso, a la hora de relatar los acontecimientos del día. Este pequeño desliz, que pudiera parecer fruto de un capricho, responde sin embargo a un sólido motivo: mañana al alba la expedición comienza la ascensión al pico más alto del Norte de África y cada hora de descanso es crucial para llegar a la cima.
La mañana en Anmiter transcurre sosegadamente. Un pueblo perdido, escondido entre las paredes de una solitaria garganta desértica, esconde en sus gentes un increíble tesoro. Suele suceder que, en los lugares más inesperados, residen las realidades más asombrosas.
En lo alto de un monte reposa una pequeña escuela. La expedición comparte juegos y canciones con los niños. A falta de un idioma común, la música se revela como lenguaje universal.
A pesar de su aparente aislamiento, los pequeños bereberes comparten aficiones comunes a las nuestras. ¡Qué sorprendente es ver a jóvenes de pueblos silenciosos, alejados de toda civilización, corear, con la sonrisa en los labios, el himno de tu equipo de fútbol favorito!
Con el sol ya en lo alto, los expedicionarios descienden a los campos de cultivo, donde mujeres exhaustas recogen, con manos expertas y ajadas por los años, los frutos que la vida les ofrece . El sistema de reparto de agua es increíblemente igualitario, con libre acceso al río por parte de todas las familias. Los ruteros descubren, atónitos, que la agricultura es el principal medio de subsistencia para estas comunidades nacidas en el corazón del desierto.
Al mediodía, los autobuses parten de Anmiter y abandonan la arena y la grava para siempre. La expedición entra en contacto con el alto Atlas, la cordillera más extensa del país. Pronto, más allá de las variaciones en la riqueza del paisaje, se descubren, en los pueblos que salpican la carretera, algunas diferencias arquitectónicas: atrás quedaron las bajas casas de adobe, en su lugar, para combatir el frío montañoso y los afilados vientos, se alzan altas casas de piedra.
Cayendo la tarde, los autobuses rebasan las últimas montañas que nos separan de las faldas del Toubkal. Nos detenemos en el pueblo de Armet. Mientras atravesamos sus calles de piedra, mujeres cargan encorvadas, como queriendo besar el suelo, inmensos fardos de forraje, alimento de las mulas de carga que cruzan la cordillera, que son la principal fuente de ingresos de los que habitan estas tierras.
Con el fin de una mejor comprensión del entorno rural bereber, así como evitar ciertas actitudes irrespetuosas que puedan molestar a aquellos que, teniendo nada, tienen la bondad de acogernos, se organiza al caer la noche un taller antropológico que concluye la jornada.
Desde la terraza del hostal que nos acoge se ven todas las estrellas suspenderse en la bóveda celeste.
Los expedicionarios se retiran a sus sacos, concentrados quizás en la aventura que mañana les espera. Este cronista abandona el teclado y bosteza un par de veces. El viento susurra.
One comment
Ana Berbel
12 agosto 2014 at 21:45
Cronista cansado, más que disculpado. Es un placer leerte. Una vez más, mil gracias.
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