
Los autobuses vuelven a circular por viejas carreteras. La expedición acumula el cansancio de días de sudor y esfuerzo. Al que escribe estas palabras diarias, que pretenden, más que nada, rememorar y exprimir la belleza del viaje, le sorprende lo que pueden llegar a inspirar estos olvidados paisajes.
Los vehículos se detienen a media mañana. Recorremos un país de contrastes. Un riachuelo amenaza la sequía del desierto. La expedición aprovecha este inusual acontecimiento para disfrutar de un baño bajo el sol abrasador de Marruecos.
Hasta media tarde no divisamos Ourzazate, nuestro primer destino y la casa africana del cine. A pesar de ser un referente de producción cinematográfica, su riqueza se encuentra, como suele suceder a lo largo del territorio, excesivamente mal repartida. Casas de las afueras, fabricadas precipitadamente con típico adobe de la zona y ventanas y puertas rescatadas de antiguas construcciones, dan fe de la sencillez de las gentes que habitan la pequeña urbe.
Visitamos los estudios de cine. Algunos de los decorados más representativos de Hollywood (Cleopatra, Benur, Gladiator…) se mantienen en pie, reutilizados una y otra vez, con un cambio quizás en el color, en el número de columnas o en alguna otra cosa, de menor importancia, con la que engañar al espectador de ojo inexperto. La variedad de ecosistemas y paisajes convierte a Marruecos en el espacio ideal para la industria del séptimo arte.
La expedición prosigue su recorrido. Se realiza un breve alto en el camino en la ciudad de Ait Ben Haddou. En ella, se superponen tres enormes kasbahs defensivas, pertenecientes a las tres familias que otorgan el nombre al enclave estratégico. Reconocido como Patrimonio de la Humanidad, la antigua fortaleza era parada obligatoria en numerosas rutas comerciales por el norte del continente africano. En la actualidad, se conserva como mera atracción turística. Desde la cima de la misma, junto al granero, se vislumbra la ciudad en todo su esplendor.
Nos sumergimos en las profundidades de una de las más sorprendentes y desconocidas gargantas de Marruecos. Siguiendo el curso del río, los autobuses alcanzan su destino final: Anmiter. La expedición recorre sus calles de tierra y piedra con la luz del sol desapareciendo tras las montañas. Animales domésticos elaboran una sinfonía improvisada que acompaña nuestros pasos.
Media hora basta a los expedicionarios para asentarse en la casa que nos acoge durante la noche. La luz de la luna se refleja sobre los tejados de los hogares rurales. Anmiter parece un pueblo aislado en la historia, como si las manecillas que dictan el destino del mundo hubieran decidido descansar en la Edad Media.
Entorno a la mesa del té, la expedición goza de la oportunidad de mantener un coloquio con uno de los ancianos de la localidad, curtido por el paso de los años y el desgaste de la vida rural. La conversación se centra en la cultura de estas pequeñas poblaciones, amenazada peligrosamente por el gigante de la globalización, así como el avance, lento pero inflexible, de una sociedad “moderna” traída de Europa, a la par peligrosamente invasora y garante de un crecimiento paulatino en la calidad de vida de la población. Temas como la religión, el matrimonio, la jurisdicción, la política etc. son tratados desde el tacto y la apertura mental necesaria para un entendimiento de la tradición bereber.
Seguro estoy de que, mientras escribo estas líneas concluyentes, otros muchos escriben las suyas preguntándose, quizás por primera vez, si en ese paraíso que llamamos Occidente, no estaremos, aunque sea en algún término, profundamente equivocados.