
El despertar es tranquilo, como aplastado, con esa sensación de dilatación y bochorno. El desayuno se sirve pausado y los expedicionarios gozan de bastante tiempo para sí mismos. Tras el Olimpo todo guarda una pincelada de tristeza, de momento superado, de final. Se avecina, en la conversación banal en las comidas, en la mirada ausente de los jóvenes, en el cariz de las actividades, la pronta llegada del día dieciséis, la despedida.
Entorno al mediodía, la expedición acude a la alcaldía para un acto oficial, en el que la delegada de turismo relata a los expedicionarios la historia de la ciudad.
Ya finalizando la mañana, los expedicionarios se unen al equipo de cocina para elaborar el menú de hoy: Gnocci de patata. Se ve a un grupo de jóvenes amasando harina, a otro pelando y cortando tubérculos, al de más allá limpiando utensilios. Es tal la energía que transmiten, y estos días saben tanto a adiós, que estas pequeñas cosas le recuerdan a uno la verdad de este proyecto, el sentido de esta aventura. Valores como el compañerismo, la valentía, la autenticidad, se aprecian últimamente más que nunca, en el gesto cotidiano.
Tras una batida de limpieza, la expedición se desplaza a un parque céntrico, donde tienen lugar dos talleres simultáneos. Por un lado, el origen del 0 y su papel en la manera que tenemos de entender el mundo, por otro, un taller de artes marciales, en concreto Kung-Fu y Moa Tai.
Cuando comienza a atardecer sobre las aguas de un infinito mar en calma, se les da la oportunidad a los expedicionarios de perderse por la ciudad, buscar la manera de imprimir el ambiente en su retina, acumular experiencias, por libre, que permitan articular la realidad griega, alejarse del plano turista. La mayoría de la expedición se inmiscuye en tabernas, bares, plazas y parques. Muchos aprovechan la más mínima oportunidad para entablar conversación con los locales.
Y así, de madrugada, mirando las luces del paseo marítimo, con la esperanza de que esto perdure para siempre, termino esta crónica.