
Por Miguel García Campos.
Tan solo una tenue luz ilumina el ambiente cuando el campamento se despierta tácito, pues así lo requiere el voto de silencio. Con los primeros claros de la mañana nos levantamos dentro del refectorio de un monasterio ortodoxo a las faldas del monte Olimpo. Después de un día frenético de ascensión a la cima y de carreras bajo la lluvia, nuestros cuerpos se encuentran cansados, agarrotados por las agujetas, ateridos por el frescor de la mañana. Este monasterio se sitúa a unos 1000 metros de altitud, y tras el desayuno y los preceptivos estiramientos nos disponemos a descender hasta Litóchoro, casi al nivel del mar.
El andar es ágil por la bajada, pero a la vez los pies se arrastran y el cansancio hace mella. La caminata transcurre sin incidencias, pues ya estamos sobradamente curtidos en marchas. Dejamos a nuestra espalda las cumbres borrascosas más altas de Grecia, y frente a nosotros se muestra espléndido y soleado el mar Egeo.
Aprovechamos la llegada a Litóchoro para reponer fuerzas, víveres y líquidos. Los autobuses nos trasladan hasta una playa cercana, donde nos lanzamos al agua, que nos recibe cálida y reconfortante. Allí disfrutamos de un momento de relajación en el que olvidamos nuestros males, nos divertimos y dejamos que las olas nos arrastren; incluso vemos de cerca un delfín.
Un nuevo trayecto en autobús nos lleva a la necrópolis real de Vergina (la antigua Aigai), en la que están enterrados Alejandro I o Filipo II de Macedonia. El museo nos asombra por su impactante distribución, combinando los restos de edifcios hallados in situ con la exposición de los riquísimos ajuares funerarios conservados en alguna de sus tumbas. En las últimas semanas, un equipo científico capitaneado por Juan Luis Arsuaga ha ofrecido nuevas interpretaciones sobre estos restos y su identificación, por lo que no diremos mucho más al respecto. Solo una recomendación para el posible lector viajero: visita este museo, y hazlo con tiempo. La contemplación de sus tumbas en ese ambiente oscuro te invitará a sentarte y reflexionar en silencio.
La expedición se instala después del ocaso en Tesalónica, la segunda ciudad más grande de Grecia. El calor, incluso de noche, es penetrante y húmedo, lo que invita a un paseo y a sentarse en una terraza para disfrutar de la gastronomía y de la conversación. Nuestra jornada, que comenzó de noche, acaba también bajo el abrazo de la oscuridad.