
Por Javier Terrero, encargado blog y coordinador de talleres.
Los expedicionarios que subirán el monte Olimpo se levantan al amanecer y comienzan a andar desde el campamento hasta Prionia, punto de partida. Es allí, tras media hora de caminata, donde se hace redistribución de peso en las mochilas y se desayuna. Los guías nos recogen cuando aún es pronto y la caminata da comienzo. Una ascensión ligera, rodeado de bosques que nos protegen del sol matutino.
La vegetación, poco a poco, de manera casi imperceptible, va moldeando sus formas, colores, y dibujos, y el verde se suaviza para ceder protagonismo a un gris pedrero, invasor y silencioso. Al doblar en una pequeña curva o superar una cuesta, los jóvenes visualizan el inmenso valle, como pintado al puntillismo, con cientos de diminutos árboles conformando una masa uniforme.
Pasado el refugio, donde un miembro del grupo, por la dureza de la marcha, decide no continuar, los jóvenes representantes de la expedición, los ya conocidos como los olímpicos, prosiguen su marcha a buen ritmo. La vegetación desparece rápidamente y en su lugar sólo queda la piedra y un terreno cada vez más empinado y escarpado. Alta montaña.
La expedición ralentiza la marcha al acercarse a pico, el Escoyo, segundo en altitud del monte Olimpo, y hasta el guía parece sufrir las secuelas de la pendiente, apoyándose en su bastón con los brazos en jarras. La temperatura se recrudece y el viento empieza a arreciar en la última parada antes de tocar cima, donde parte de los expedicionarios abandonan sus mochilas.
Los últimos veinte minutos de subida son de una algarabía colectiva, interior tal vez, pues son pocas las palabras que se dicen entre el frío y el cansancio. Se avanza lentamente, pero ya en los últimos metros los expedicionarios comienzan a sonreír, a dedicarse unas palabras de ánimo, a percatarse de que se ha conseguido el objetivo.
Ya en la cima, divisando un paisaje indescriptible, los jóvenes se abrazan unos a otros, se toman fotografías. Algunos, los más reflexivos, o fatigados, se sientan al borde de la nada absoluta, entre niebla y silencio, a interiorizar, tal vez, la grandeza del momento.
La verdadera aventura, sin embargo, comienza con la bajada. El descenso al campamento base es de lo más accidentado y el grupo se enfrenta a condiciones extremas. La niebla surge de la nada, como venida de repente. Una nube se forma alrededor de los expedicionarios, que en parte del recorrido son incapaces de ver cabeza de grupo. Organización se esfuerza por mantener al grupo unido, sin éxito en algunos tramos.
Una lluvia incesante se precipita sobre los expedicionarios. A lo lejos se observan riadas deslizarse ladera abajo en otros picos del monte, torrentes veloces que arrastran a su paso vegetación y fango. El ritmo de descenso se acelera, ante riesgo de tormenta, y el grupo tiene que correr por un terreno delicado.
La llegada se adelanta a los tiempos previstos, pero la lluvia ha desmantelado el campamento inicial, no cubierto, y la expedición pide refugio al monasterio ortodoxo de la zona, que tras una larga negociación acepta ceder a la expedición un espacio, el refectorio, para pasar la noche. A cambio, los expedicionarios se comprometen a guardar voto de silencio y a dormir por sexos separados.
Desde el más profundo respeto, y agradecidos por el inmenso favor, una esterilla junto a la otra, al abrigo de la vieja roca, del olor a humedad y a sagrado, los expedicionarios cierran los ojos, y la noche se hace presente en ellos, con un negro que lo invade todo.