Por Javier Terrero, coordinador de talleres y encargado blog.
Litocoro recibe a la expedición con aires de río y calma. Una sesión de talleres da comienzo a la jornada tras cinco horas de carretera en las que los expedicionarios se debaten entre el sueño, la conversación productiva, el adivinar las líneas del paisaje tras el cristal.
Estos dos días saben a despedida. Aún queda una semana de aventura, pero el monte Olimpo representa en cierto modo un final, una conclusión al viaje interior de cada uno. En la expedición subyace cierto temor por lo que viene y una creciente expectación, ilusión si cabe, por visitar la casa de los dioses.
Tras una comida de campaña, el grupo comienza la dura caminata hasta el monasterio ortodoxo, próximo a Prionia, último punto del mapa a donde llega la carretera, la mano humana. Nada más salir, atravesando una zona de bosque cercana al pueblo, antes de vadear el río, la expedición se pierde y parte de la organización prospecta caminos alternativos, hasta encontrar de nuevo los puntos rojos que reconducen a los expedicionarios. Con una hora de retraso se prosigue la marcha, aunque se imprime un ritmo rápido que apenas permite apreciar el paisaje, un infinito valle en cuyo fondo se vislumbra la cumbre.
En nuestro paso, de subidas y bajadas, entre los hayedos, densos y profundos, la expedición atraviesa el río de aguas transparentes. La madera de los puentes retumba con las pisadas de los expedicionarios. Un pequeño santuario blanquecino, iluminado con velas, de cuya fuente nace un riachuelo, indica que los jóvenes se acercan a su destino.
A la llegada final al monasterio, frontales encendidos, tras haberse batido con el sudor, el barro y la noche, los expedicionarios distribuyen sus sacos y esterillas y se organizan para la cena. En una intensa reunión se deciden los treinta elegidos que, por motivación y capacidad física subirán al día siguiente hasta la cima.
El frío comienza a filtrarse entre los resquicios de las montañas y la mayoría de expedicionarios caen rendidos en sus sacos, al abrigo del frío. Otros sueñan con el día de mañana, y los menos, escondidos, observan fijamente las estrellas.