
Por Javier Terrero, Cronista y Coordinador de Talleres
Meteora tiene un deje de serranía de Cuenca en un principio. Un pueblo frío y vacío, como despertándose, acoge a una expedición expectante. El eco de las pisadas resuena sobre el asfalto, junto a las indicaciones de monitores y equipo técnico, encargados de conducir al grupo en la antesala a la gran aventura, el Olimpo.
La expedición se aleja de la última línea de casas y se adentra entre las montañas, redondeadas y lisas. Un pequeño sendero empedrado, entre los árboles, sirve de guía en la ascensión, algo cansada, hasta la zona de monasterios.
En lo alto de una montaña, la más elevada, reposa Meteora, el nombre del santuario ortodoxo más imponente de la zona. Todas las expedicionarias se cubren con faldas largas antes de entrar, hasta los tobillos.
Adentro del pequeño monasterio, un ventanuco bajo descubre una pequeña sala, un osario, las calaveras resplandeciendo al calor de una vela. A la derecha, una puerta nos conduce a la capilla ortodoxa, en constante contradicción de estilos, como es propio del género, con una arquitectura tendente al románico y unos interiores recargados, horror vacui.
Entre otras maravillas, este monasterio convertido en museo esconde antiguos manuscritos de época medieval y una terraza desde la que se divisa Kalambaca entre las montañas, todos los monasterios menores que lo rodean. En lugares como aquel, donde la vida te sobrecoge, con el viento golpeando sus rostros, muchos de los expedicionarios conectan con una parte de sí mismos que desconocen.
Tras descender de nuevo al punto de partida, los expedicionarios disfrutan de un tiempo libre, como descanso por su esfuerzo en el día de hoy.