
Nafpaktos es una mañana soleada. Los expedicionarios se despiertan ilusionados. Esta ciudad lo ha cambiado todo, ha resquebrajado los esquemas de muchos de los jóvenes. El puerto de Lepanto nos acoge, con sus tonos azules, su intento de escenario. Una mujer en un bar mira tristemente a la muralla que lo construye. Hace calor.
Allí tiene entonces lugar la entrega de una placa, proveniente del ayuntamiento del Toboso, rápidamente instalada bajo la estatua de Miguel de Cervantes, que preside la esquina derecha del puerto. Acto seguido, la mayoría de la expedición (aquellos que no disfrutan de un campeonato improvisado de volley playa) se dirigen a la alcaldía, donde reciben unas cálidas palabras de despedida por parte del alcalde, en una mezcla de griego e inglés pobre.
Tras un tiempo libre en la playa, en el que los expedicionarios disfrutan por última vez (hasta previo aviso) del olor a sal, el tacto frío y suave del agua, la intensidad del sol golpeando sobre una arena empedrada, la expedición parte rumbo a kalambaca, localidad encuadrada en uno de los paisajes más trascendentales de Grecia: Meteora.
Verticales de piedra entremezcladas con las nubes rodean al colegio donde pernoctará la expedición. Se percibe el cansancio, tras un largo viaje en bus, por carreteras que recuerdan a España, allá de donde muchos vienen y a donde han de volver, para dejar huella en su realidad a partir de lo aprendido.
Mientras este sentimiento cala, en un goteo lento pero incesante, en lo más profundo de cada expedicionario, la noche se enfría.