
Por Javier Terrero, encargado blog.
Amanece precipitadamente. Hoy es un día de ruinas, de pasado. Las piedras sobreviven al tiempo, son vestigios de nosotros mismos, de otra forma de amar, de pensar, de vivir: de otra cultura. La cuna de nuestra historia y, por lo tanto, los orígenes de quiénes somos.
Acrocorinto, la Corinto clásica, enclavada en la montaña, olvidada por la historia, a lo sumo un apéndice en la profundidad del mundo griego, es la primera parada. Desde lo alto de sus murallas se divisa la nueva ciudad de Corinto, colonia romana. Después el mar, la inmensidad, la nada. Un pequeño enclave ortodoxo, construido a posteriori, preside la cumbre, como si en lo más alto sólo hubiera espacio para un Dios, quizás más cerca de existir en sitios como este.
La siguiente ciudad que la expedición visita será Micenas, centro de influencia griega en el periodo micénico, ciudad inconquistable, eterno descanso de grandes hombres como Atreo, o como Agamenon, su hijo, protagonista en la guerra de Troya. Sobre los restos, apenas cimientos, los expedicionarios construyen una imagen mental de la ciudad, gracias a las explicaciones de Miguel, el profesor de historia de la expedición. El tesoro de Atreo, una de las construcciones más importantes de la historia, primera intención de bóveda en el terreno de la arquitectura, sobrecoge a los jóvenes.
Ruta de bus, de sueño, de conversación productiva. Tras una breve comida, Epidauro, santuario por excelencia del Peloponeso, con su inmenso teatro, el mejor conservado del mundo griego. Un miembro de nuestra expedición entona una canción, a viva voz, y la melodía retumba en los escalones, hartos como están ya de amplificar los ecos de la historia.
Atardece muy rápido. Los autobuses prosiguen su camino por el Peloponeso, hacia al cabo de Sounión, bordeando una costa azul profundo, con el sol descendiendo a nuestro lado, el cielo en diferentes tonalidades de rojo.
A la llegada, el templo a Poseidón se presenta en un fondo claroscuro, con un mágico juego de luces, ya casi anocheciendo. Marina, nuestra profesora de antropología, recita el poema de Ítaca, de Kavafis.
Hay momentos en que la vida nos abruma, nos supera. Son tantos los estímulos, tanta la emoción y aprendizaje, que apenas comprendemos, asimilamos todo aquello que, como por arte de magia, nace y muere dentro de nosotros. Eso es lo que este cronista denomina crecimiento.
Al abrigo de la guitarra, en cada intervención, en cada voz anónima que se alza en el círculo, recordándonos la esencia de este viaje (por un lado individual y única para cada uno, por otro colectiva en tanto grupo) se respira precisamente eso, crecimiento, desdoblamiento de nosotros mismos, como si se hubiera invertido la dirección del viaje y el Acrópolis, el Museo Arqueólogico, Micenas, Epidauro, el templo a Poseidón, todo pasara a un segundo plano.
Con el convencimiento de que el día de hoy marca un antes y un después, y un silencio inmenso en sus corazones, los expedicionarios abrazan el sueño, quizás más profundo que nunca.
One comment
Luis
4 agosto 2015 at 21:48
Me encantan vuestras crónicas. Muchas gracias por escribirlas y hacernos así partícipes de vuestra aventura.
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