
La expedición despierta somnolienta tras el cansancio acumulado en la caminata de ayer. Un río azul turquesa aun traza las tierras de Cuenca en la memoria de los expedicionarios, que hoy abandonan esta ciudad para dirigirse al levante, costas de pueblos antiguos y puertos comerciales.
Una dulce siesta en el bus separa a la expedición de su próximo destino, Valencia. Los ruteros recorren sus calles. Para muchos, venidos de todo el mundo, la ciudad esconde un interés particular. A ojos de los expedicionarios, se despliegan los palacios góticos, la catedral, circular y luminosa, el miguelete, el mercado. Con el sol en lo alto, al abrigo de las Torres Serrano, la expedición come y conversa, durante breves momentos, antes de echarse a andar de nuevo, en un tiempo libre largo, denso y húmedo.
Los expedicionarios parecen felices, algo cansados, algo sorprendidos quizás de que acariciemos ya el ecuador de la aventura.El tiempo pasa lento, pero constante, y en menos de lo esperado se hablará ya de despedidas, de olvido, de regreso. Por eso es importante preservar la mirada curiosa, aprovechar al máximo lo que queda de camino.
Al atardecer nos desplazamos a la playa, en donde los expedicionarios disfrutan de un taller de capoeira y taekwondo, a orillas del mar. Se combina la teoría, el por qué de las cosas, el origen de tales artes marciales con la práctica, el movimiento. Así de lejos, la expedición parece un puñado de sombras amarillas golpeando a un aire tórrido y cansado.
La noche se intuye, y los autobuses se aproximan a la zona de acampada, incrustada en los montes valencianos.
Dificultades en el camino obligan a continuar a pie al final del camino, con ambas mochilas, los frontales encendidos, y todo toma un cariz de emoción e imprevisto.
La noche y la humedad abrigan a los expedicionarios. La expectación se aprecia en la charla de sobremesa, en el despertar y el acostarse. Grecia se acerca, y con esa imagen duermen los expedicionarios, con rostro ilusionado.