Francisco Rebollo Bautista, Bruselas.
Francisco Rebollo tiene 30 años y es analista de políticas públicas por el Colegio de Europa y traductor intérprete.
Originario de Canarias.
Miembro de intendencia de Ruta INTI 2018 y monitor del grupo 6 de la expedición 2023.

Me despierta el borbotón de la tinaja desmadrándose desde lo alto del baño. La lucha por tenerla llena sin que rebose, y vacía sin que asuste, representa bien nuestro viaje: la búsqueda del equilibrio dentro del inmenso caos que es moverse con 150 personas.
No fue la primera vez que me desperté en la noche, pero el sonido del agua me hizo pensar en esa frase con la que García Márquez comienza una de sus novelas: “El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30” y “había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pese al despertar se sintió por completo salpicado por cagadas de pájaros”.
La voz latinoamericana ha ido entrando en todos a través de la pupila, las narinas, en todo territorio que intentamos vedar a las moscas. Nos llegan los colores de Cansahcab con las pinturas frescas de los portones, del azul abierto, del mediodía, a los naranjas que se cuelan en las nubes, replicando en el cielo ese mar de sargazos que es el Golfo de México. Y a pesar de haber visto a la miseria a la cara, y el sudor y las ampollas, y el “me duele aquí” de los más angustiados, los ruters’ hoy parecen más contentos que nunca. Si es es cierto que la piel está tierna y se nota a todos los niveles. La intensidad es lo que tiene, que va deshilachando las durezas de a poquitos.
Tras un mañaneo de recoger mosquiteras, desayunar y sacar el peso extra de las mochilas, vamos al centro cultural para escuchar una bioconferencia sobre la crisis ambiental que nos da el ecólogo Fernando Valladares, que por cierto ocurre, de su lado y del nuestro, con la precariedad de los valientes. Él está en el parking de un pueblo cercano a Doñana y depende de que no se le acabe la batería; nosotros tenemos una lona tensada (y arrugada) con sinchas y cuerdas sobre un marco que sirve como pantalla, y el micrófono es dinámico, pegado a la altavoz del proyecto que hay que mover cada vez que alguien quiere hacer una pregunta. Y qué preguntas. Manada de cabronxs. Cómo preguntan, que llegamos tarde a todo. Y cómo se quejan, y cómo comen que devoran hasta en sueño y yo los veo reverdecer con su verde rebelde hasta que no les puedes separar de la misma selva. Salvajes que no claudican (todavía) la necesidad de equivocarse y que todavía no entienden ese verso de César Vallejo, “murió en mi inmortalidad y estoy velándola”.
Confieso que a cuatro días de terminar no me sé los nombres de todo, pero cómo los quiero. Quién dice diamantes en bruto dice poco, y pienso que hace 14 años un programa como este me cambió la vida y que sí he hecho lo posible por que se la cambie a ellos, sin haber querido jamás ser profesor y pensando que les chiquilles hasta cierta edad me dan urticaria. Sólo para que se hagan una idea, me ha dado tiempo a escribir esta primera parte sólo en su ronda de preguntas y otro día que vamos tarde para todo. Prometo gritarles menos los días que quedan, pero no prometo dejar de rascarme si me llega meses después un episodio de urticaria fantasma al acordarme de lo grande que son ahora y lo poco que lo saben.
Tras la conferencia hubo talleres de ruteros a lo que los monitores (por reuniones) no pudimos asistir. Nos tocó volver una hora más tarde a engullir con ellos el atún con judías y preparar nuestras mochilas para poder marcharnos a las 15.30 en furgonetas y coches de la policía hasta Dzidzantún donde empezamos la caminata de 15 kilómetros que pasaría por un manglar y nos acabaría dejando en la playa. Empezamos la caminata y a pesar de ser en línea recta era bastante agradable. En un lado se podía vislumbrar un murete y al otro una valla de alambre, y durante kilómetros fuimos charlando y cantando, aunque ocasionalmente desfalleciendo. Un doble atardecer por los dos costados del camino y un arcoiris inesperado nos regaló algo de esperanza. Cuando anocheció decidimos no encender los frontales inmediatamente y declarar un minuto de silencio para bañarnos en el sonido de los grillos.
Entonces empezó a oler a podredumbre y llegamos a un puente blanco de apenas un metro de largo. Agua estancada de manglar. Lo cruzamos y vimos esos árboles que con las raíces hacen reja y candado, árboles del estero, tierra de cazadores de caimán. Y tras el segundo puente blanco vimos una cría de caimán. Sudores fríos por si aparecía la madre. Seguimos con los frontales y pudimos salir de ese trozo, llegando finalmente hasta Mina de Oro. Aunque estaba cansado, como fuimos los primeros en llegar, me fui a prospeccionar la playa con el jefe de campamento Manuel La Casa, el coordinador del aula de biología Javier Mugueta y el miembro de intendencia Manuel Ferré.
Recorrimos un camino de piedra de 70 metros y varios senderos con posibilidad de víboras. Aparte de las serpientes corales, estábamos en una de las zonas con más víboras costeras de toda la península. Tras volver nos organizamos rápido para una cena de campaña, y bajamos mochilas y tiendas por la elevación de esos 70 metros de largo. “Normalmente hay caimanes”, decía la gente del pueblo. Sólo pudimos hacer una fila paralela de tiendas, porque el resto se las comía la marea. Y de repente, en el alboroto, alguien se dio cuenta que el agua resplandecía con ondulaciones. “Noctilucas!”, pensé y lo dije. Algas bioluminiscentes agitadas por el movimiento y que prácticamente -pensaba- sólo se veían en el cono sur. Su luz es tan tenue que rara vez se puede apreciar en cámara.
Y nos quedamos agitando las manos bobaliconas en la orilla, atendiendo el resplandecer. Como si fuera un hechizo de luz, se nos quitó el hambre, el sueño, la locura y un poco las ganas de sufrir. Y a través de esa luz volví a ver la vida como ellos y tomarle las ganas al derecho de equivocarme. Sin saberlo, estos 150 salvajes me enseñaron sobre cosas que no sabía que podía aprender.