
Por Rodrigo Gardelegui Labrada y Susana Millán Hurtado (expedicionarios).
Estamos en una vasta explanada alemana ocupada por plantaciones de girasoles, un par de vías del tren y un sendero de asfalto. Ningún edificio hasta donde alcanza la vista. Comenzamos a caminar sin saber por qué, sin saber a dónde, pensando que todo aquel paseo carecía de sentido. Entonces, al final de una curva similar a las anteriores, encontramos un banquito. Un mísero banquito de madera con vistas a un paisaje que nunca habría llamado nuestra atención. Al recalar nuestra mirada en aquel cuadro entendimos el significado de algo que llevábamos haciendo mucho tiempo: el Antiturismo.
El Antiturismo es una forma distinta de entender un viaje, no necesariamente opuesta al turismo habitual pero igualmente enriquecedora; en la que lo banal, lo aparentemente irrelevante y sin valor estético, pasa a primer plano, concediendo un nuevo significado al lugar que se visita. Se trata de revalorizar aquello que no tiene ningún valor, que normalmente se queda a los márgenes pero que resulta necesario para respirar la esencia de un barrio, un pueblo o una ciudad.
El Antiturismo no es algo intencionado, ni debe ser el objetivo de un viaje. Es una situación que se presenta de forma espontánea, sin ser buscada, y que no debe ser despreciada ni considerada un obstáculo para el disfrute. No es un tiempo perdido en la búsqueda de aquello que espera ser encontrado, por contra se trata de una experiencia en sí misma, que como tal debe ser interiorizada sin someterla a baremos de belleza e interés.
Antiturismo es recorrer las calles de un polígono de noche a oscuras.
Antiturismo es pasar dos horas en un parque infantil disfrutando de los columpios donde juegan otras culturas.
Antiturismo es pasear por urbanizaciones residenciales, dormir en jardines privados, fotografiarse con sacos de construcción.
Antiturismo es esperar el bus con una paisana y que te preparen unos espagueti.
Antiturismo eres tú.