
Ana Pérez Echavarría.
Miré cara a cara al tiempo al entrar a la residencia, sentí que todas las personas que había ahí eran como antiguas rocas, que si sabes mirarlas correctamente, tienen mucho que decir.
Sentí sus miedos y sus penas como si fueran las mías porque, a fin de cuentas, puede que un día lo sean.
Y la parte mas dura fue, sin duda, darme cuenta de mi propia humanidad.
Carpe diem, dicen; tempus fugit, avisan; pero seguimos (y seguiremos, porque así es el ciclo natural de las cosas) pecando de sentirnos invencibles.
Somos un grupo de jóvenes lleno de ilusión, de eso creemos que es la materia que nos sirve de combustible para ser inmortales. Ayer llegamos, a un sitio en el que tomamos conciencia de que el tiempo pasa y la ilusión puede quedar diluida. Pero aún así cantamos, y hablamos, acercándonos a esas ancianas rocas, en busca de su mensaje oculto.
Algunas veces lo encontramos, otra, descubrimos vestigios de él, en muchas otras el tiempo habrá pasado demasiado, pero eso es inevitable.
Y con todo, dos sensaciones fueron las que vinieron conmigo a la salida de la residencia ( y que forman parte ahora del equipaje en mi mochila).
Por un lado tengo que aprovechar el momento, porque, aunque yo no consiga tener esa sensación de que el tiempo se va, vuela; si hoy no tomo cartas en el asunto para vivir una vida que me sienta orgullosa de recordar de pensar “fui feliz”, nunca lo haré.
Y por otra, con ese extra de ilusión, puedo aprovechar para avivar la de otras personas, esas rocas que olvidadas siguen ocultando un mensaje que aun estamos a tiempo de descifrar.