Después de muchas horas en bus, aquello fur el resurgir. Nos desperezamos todos e hicimos cadena para montar campamento. La humedad nos azotó como una realidad aislada, complementándose con el calor pegajoso del departamento amazónico: habíamos llegado a Tarapoto. Pese a la ruindad y pobreza que se respiraba, este seguía teniendo el elemento común del Perú: una conjunción de verde y gris austero que despertaban unas sensaciones verdaderamente contrapuestas.
Después de lo penoso de montar campamento se nos iluminó a todos la cara (aunque ya estaba reluciente por el sudor y la grasa, todo sea dicho) cuando nos dijeron que íbamos a ir al río para chapotear un rato, renovar fuerzas y hacer la colada. Para acceder a él había que atravesar un pequeño senderito rodeado por una súbita e imprevisible vegetación. Fue allí cuando fuimos conscientes de que la pura selva estaba más cerca que nunca.
Una vez en el río la oleada de camisetas amarillas comenzaba a extenderse más rápido que una epidemia. Sobre las superficies rocosas quedaban tendidas mientras que sus dueños se encontraban a pocos pasos, con la pastilla de jabón en la mano y más ropa sucia en la otra, a la vez que dejaban imponerse en su rostro una tímida sonrisa de satisfacción. El río tenía un cauce más ancho que el esperado, pese a no ser muy caudaloso, lo suficiente como para descargar la tensión que habíamos ido acumulando progresivamente durante tantas horas de trayecto.
Aquel hilo de agua serpenteaba en su parte alta y se desdibujaba con el horizonte, mientras que sus faldas rompían en una apertura rocosa ya recubierta por completo de amarillo. Si había algo que me molestaba realmente del panorama era que me sentía partícipe de un grupo de intrusos, de invasores. Percibía que siempre que íbamos los ruteros a ver un lugar era, efectivamente, un nosotros. Nosotros primero. Entrábamos con nuestros fétidos pies y mortificantes flatulencias en un terreno que exigía adaptación y no imposición. Aquella mañana se me antojó que podría pertenecer a un día en un lago pequeño a las afueras de mi tierra natal, donde las familias son las protagonistas moldeadoras del ambiente que se respira, a diferencia del río Cumbasa, donde nos hallábamos. Sentía que había una atmósfera ricamente labrada que estaba siendo eclipsada, pasando desapercibida, por el aire que traíamos con nosotros. Ruido sobre silencio. Pie blanco sobre tierra.
Procuro alejarme a una distancia prudencial bajo el amparo de una grande y cálida roca, para situarme como observadora, como cronista. Necesitaba ser directora de escena y no actriz para alcanzar a conocer todos los engranajes de aquella obra de la naturaleza. Si se prestaba atención se escuchaba el ánima zumbante del río. Un rumor leve que se iba dejando descubrir a medida que se agudizaba el oído. La vida de aquel pequeño ecosistema era tan tangible como la roca sobre la que me apoyaba. Estupefacta, me dejé maravillar por la generosidad con que las rocas abrían paso al discurrir del río, que bullía con ímpetu. Si una levantaba la vista se dejaba embargar por la forma en que se mecían los árboles, con una suave aquiescencia de la brisa, que quedaba oculta a primera vista.
Súbitamente me percaté de que también debía prestar atención a los ruteros para aprehender toda la experiencia de aquel momento. Unos jugaban a ser equilibristas entre las rocas, mientras que otros competían por saberse vencedores y poseedores de un moreno un tanto sospechoso, más bien tirando a un tono “cangrejil” del que tal vez en unas horas se arrepentirían. A diferencia de estos, otros grupos chapoteaban alegremente o seguían frotando su ropa interior con la pastilla de jabón. El escozor del sol se hacía de notar ya en todas las pieles, por lo que me aventuré a probar el agua. Estaba tibia y, desde luego, no cristalina. Tenía un tono tirando a verdosos que quise achacar a la vegetación del fondo. Me sorprendí a mi misma cuando me vi mirando atentamente los cuerpos desnudos de mis compañeros, bronceados y corpulentos, torsos de juventud empapados por el fluir de la vida. Sin detenerme en más contemplaciones mis digresiones en aras de no tumbar al lector, se puede decir que la mañana transcurrió apacible y calurosa.
Después, almorzamos algo que se asemejaba al arroz a cubana e inmediatamente nos invadió a todos un sopor irresistible, no sin antes haber recibido una especie de charla introductoria por nuestro anfitrión, Pedro, quien en vez de abrirnos las puertas del cielo nos abrió las de una chacra (algo similar a una finca). Venciendo la tentadora idea de quedarme dormitando en el campamento tras la comida, me fui al pueblo de Tarapoto junto con un grupo pequeño compuesto por Amanda, Yentl, Pablo y María.
Frente a lo que esperábamos encontrar, nos aguardaba un pueblecito acogedor y colorido con un tráfico inesperadamente abundante a medida que nos adentrábamos en el corazón de su centro. Por fin llegamos a su Plaza de Armas, coronada por el busto de un personaje histórico que mi cabeza no alcanza a recordar. Algo que realmente ha roto mis esquemas al llegar a Perú fue la consciencia de que los que más dan son aquellos que menos tienen aparentemente. Las sonrisas de la gente aquí no están ocultas como las de ciudad, veladas sutilmente por la ambición, el oscurantismo o la malicia. Allí visité junto con mi pequeño grupito una iglesia con una de las plantas más peculiares que he sido capaz de ver. Después nos decantamos por ser un tanto glotones y nos confundimos entre dulces y cafés hasta que nos planteamos tener un futuro diabético y paramos de engullir. Cuando salimos del local ya había oscurecido y la plaza se encontraba rodeada como por un aura de encanto conformada por cada persona que estaba allí. Miraras por donde miraras solo veías cómo se producía la vida.
Proseguimos con nuestra expedición gastronómica y acabamos cediendo ante una hamburguesería grasienta que nos anunciaba a gritos una posible diarrea y cogimos un moto-carro para regresar al campamento. Una vez allí, cenamos y nos perdimos buceando en la pasión que irradiaban los ojos de Nano al hablar sobre la historia de Latinoamérica. Aunque mis huesos daban duramente contra el suelo a la hora de dormir (aun teniendo esterilla) y había alguna que otra piedra que se enquistaba entre mis costillas, el suelo me supo a gloria, dispuesta a vivir el día siguiente con ojos nuevos.
Sara Askargadeh