Antes de venir a Sudamérica pensaba que sabía lo que eran las montañas. Pero una vez aquí me he dado cuenta de que mi idea ni se acercaba a las de aquí. Inmensas hasta el punto que se pierden entre las nubes, por más alto que asciendas. Laderas recubiertas de una inmensa vegetación hasta sus pies. Porque las de aquí no son simples montañas, son ‘apus’, los dioses ancestrales que cuidaban de los pueblos que vivían antiguamente aquí.
Esa es la reflexión que me acompaña en el largo viaje que une Cuzco, donde estamos acampados, con la central Hidroeléctrica, de donde caminaremos hasta Aguascalientes (actual pueblo de Machu Picchu). Pero por ahora seguimos en el autobús, aunque esa palabra quizá se le quede un poco grande. Sería más bien como una furgoneta grande con unos cuantos asientos. Recorremos una carretera estrechísima que se supone que es de dos carriles y que está enmarcada entre la pared de roca de la montaña y un intenso precipicio. Y entonces nuestro transporte se para, pudiera parecer que es por tráfico, pero no tiene mucho sentido. Nos explican que ha habido un desprendimiento de rocas en el camino y que hasta que no limpien el camino es imposible pasar.
Afortunadamente no lleva más de media hora todo este trasiego y continuamos hasta la Hidroeléctrica, desde donde algunos compañeros han comenzado ya la marcha. Aunque se trata de 10 km., al ser en llano no se hace tan pesada, pese a tener que cargar con las tiendas de campaña. Y el paisaje… El paisaje quita el aliento. Vamos caminando a la par de unas vías de tren y la escena parece de película. Nos alcanza la noche y con los frontales logramos llegar al campamento donde instalar las tiendas de campaña.
Es el momento de la tarde libre y, en nuestro caso, decidimos celebrar el cumple de Lluna, la jefa de comunicación, que ha sido ese día. No sólo cenamos juntos sino que le regalamos una inmensa tarta de chocolate de la que participan todos los ruteros cuando vuelven por la noche al campamento. Un delicioso fin de día, y mañana, Machu Picchu.