Hoy toca traslado. Madrugón impresionante (más si eres el que prepara el desayuno) para ir directos a Teotihuanaco, el centro arqueológico donde se estudia el origen de la cultura andina. Aunque hacía mucho sol, la sombra enfriaba y dibujaba trozos negros como tela parcheada. A lo lejos las cordilleras y un cielo de espejo con espumarajos blancos.
Es agradable poder hacer actividades con ruteros. Muchas veces la intensidad del trabajo no solo hace que tus días sean distintos, sino que a veces los itinerarios cambian a más no poder. De hecho, aunque a veces hagamos las mismas cosas, tenemos el trabajo de cargar y descargar buses, incluso cuando llegamos a horas intempestivas. Eso sumado al estrés del viaje y de alimentar a 120 personas hace que sea muy difícil mantener siempre la calma, y cuando no es el cansancio físico es el psicológico.
Lo bueno que tiene es que en casos de extrema improvisación se agudiza el ingenio. Así lo demostramos cuando negociamos los bocadillos del almuerzo de campaña en un bar al lado de la excavación, en tromba y con un poder de convicción que jamás habría tenido alguien con nuestras pintas. O cuando tuvimos que caminar la frontera de Desaguadero (entre Perú y Bolivia) y quisimos tirar de los rick-saw, los señores con bicicleta y capacidad de carga, para llevar material y víveres al otro lado de la frontera.
Los buses comenzaron desde entonces a ser parte de nuestro día a día. Pasamos unas cuatro horas en uno que nos llevó a la Isla de los Uros en Puno, una tribu más antigua que los quechuas y que habita en islas en el lago Titikaka. Las islas las fabrican ellos ensamblando palos a cubículos de tierra con raíces dentro, los cuales no solo flotan, sino que se refuerzan con el paso del tiempo. Una vez puesta la base, se les pone unos juncos de marisma llamados Totora que sirven para hacer un terreno mullido. Así fabrican sus chozas, pero no se engañen: están modernizados con paneles solares para tener energía y cuentan con escuelas propias en su comunidad. Es una reinterpretación de la realidad a la que no hace justicia un documental sobre modos de vida.
En resumen, llegamos a las islas y nos recibieron con música y cena, nos contaron sus costumbres y nos acogieron en sus casas flotantes. Montamos tienda y, gracias al calor humano y a la infalible técnica de dormir sin ropa en el saco no pasamos frío. La calma atravesaba la bahía. El único sonido era el ocasional llanto de las garzas y las gaviotas, buscando algún pez que llevarse a la boca.